Nunca pensó que esa palabra le taladraría su cerebro como una afilada espada: TERMINAL.
Tenía la esperanza que su hijo llegara a
esa terminal de la mano de una azafata, protectora de sus hermosos y rubios
diez años. Un período demasiado largo para estar solo. De repente sintió la
sirena de la ambulancia.
Lo venían a buscar. Hizo todo lo posible
para aferrarse a la idea que sería posible encontrarse con él a solas y
aclarar, definitivamente, los alcances de la sentencia dictada por la Jueza: solamente
en la terminal.
No era buena época para un traslado en
esas condiciones. En la Navidad cualquier terminal se transforma, rápidamente,
en una noticia en el periódico. Demasiada gente se mueve de un sitio para otro
con la esperanza de que todo llegue a tiempo y celebrar con alegría el fin de
un complicado itinerario en busca de la felicidad.
Podría haber planeado las cosas de otro
modo. Discutir la sentencia. Apelar a la instancia superior. No tenía fuerzas.
No era tiempo de reproches, se decía, a pesar que su familia y amigos opinaban
lo mismo que la Magistrada. Era tiempo de poner en marcha todos los recursos,
escasos recursos, con los que contaba para calmar a los que aún dudaban de su
capacidad para superar el trance.
Todos opinaron que lo mejor era tener
confianza en el proceso iniciado y aspirar a pasar una Navidad sin sobresaltos.
Confió en ellos y se arrojó en los
brazos de la Esperanza. No sabía si podría hacer lo mismo con su hijo.
Su matrimonio había durado 10 años. En
los primeros tiempos el amor era intenso. Fruto de ese amor nació su esperado
hijo. Sus primeros cinco años transcurrieron en una familia feliz, llena de
cariño y caricias para él.
Las cosas no siguieron así hasta estos
días. Perdió su trabajo, tuvo tiempo libre y se reencontró con amigos. No todos
habían alcanzado la madurez necesaria como para aconsejarle convenientemente.
Contrariamente a lo que esperaba lo acercaron al mundo del juego, de la bebida
y de las mujeres.
Su mente se fue obnubilando y su cuerpo
recibió el golpe esperado según tales conductas.
Casi no volvía por su hogar. Su hijo
reclamaba, inútilmente, los juegos que otrora realizaban juntos en el parque o
en el salón de su casa.
¿Y su mujer? Callaba.
Aquella noche de tormenta, lluvia y
rayos iluminando el cielo regresó a casa borracho y sucio a consecuencia de una
caida en un charco de agua.
Su mujer cuidaba al niño en su
habitación controlando su fiebre, alta y riesgosa para la vida. Necesitaba que
los llevara en su coche al centro médico. No estaba en condiciones para
conducir. Llamaron a una ambulancia que tardó interminables minutos hasta
llegar a la casa. Las convulsiones del niño urgían su asistencia y el sonar de
la sirena calmó, en parte, la ansiedad y angustia del momento.
El niño fue ingresado en la sala de
terapia intensiva y los médicos se hicieron cargo de su cuidado durante los
próximos diez días.
Todo ese tiempo fue necesario para
investigar las causas originarias de los transtornos padecidos por su hijo.
No estuvo a la altura de las circunstancias
acompañando a su mujer en la espera angustiosa de noticias o dándole cariño a
su hijo en los pocos momentos en los que era permitida la visita.
La Esperanza voló en los próximos meses
sobre la familia acercando su fuerza y consuelo.
Por las mañanas tomaba la forma que le
imprimían los médicos, eficaces colaboradores en la tarea de afianzar esa
Esperanza en la forma de una solución para los problemas graves que se
desarrollaban en el cuerpecito del niño.
Por
las tardes se convertía en la gentil Psicóloga que se acercaba a conversar
tanto con el niño como con todo aquel que lo acompañara.
No supo escuchar, ni sentir, ni hablar
lo que era conveniente e imprescindible para el futuro. Intentó justificarse
con el tiempo invertido en la búsqueda de trabajo. Pero nadie le creyó.
Fundamentalmente porque no encontró tal trabajo y se alejó de la ciudad
demasiado tiempo.
Tanto que mucho tiempo después encontró
en el buzón de su casa un sobre que contenía la declaración judicial de su
divorcio, el otorgamiento de la custodia del hijo a la madre y una orden de
alejamiento de ambos por dos años.
Cayó en una crisis profunda. Nunca
imaginó que su conducta lo llevaría a pasar por esa situación. Ciertamente, la
compañera de esos días era la bebida.
Otra fuerte tormenta lo dejó tendido en
la calle en medio de la lluvia. Esta vez no había casa ni mujer ni hijo que lo
aguardara. Se dejó estar.
Sintió dos manos fuertes que lo
arrastraban hasta un vehículo. No supo darse cuenta de lo que sucedía. Cuando
despertó estaba en una cama limpia, con ropa seca y frente a la sonrisa de un
hombre maduro que portaba una gran cicatriz en su rostro.
No hablaron durante un largo rato.
Finalmente, el hombre dijo: “La vida vale la pena vivirla, aún en las peores
circunstancias”. Y se alejó, cerrando la puerta de la habitación.
Volvió a la hora de cenar con un
suculento potaje de lentejas y un vaso de zumo de naranja. Preguntó por su
situación en esa estancia y recibió información acerca del tiempo transcurrido
desde su rescate en la calle, la calidad de la institución en la que compartía
casa con otros “homeless” y los derechos y obligaciones de su permanencia en la
misma.
“Oso Panda” (que así se hacía llamar su
huésped) le fue haciendo comprender, en sucesivas conversaciones, que nadie podía
ocupar su lugar en el mundo, que era libre para irse cuando lo desease pero que
debía responsabilizarse por tal decisión ya que allí todos estaban dispuestos a
ayudarlo.
Comprendió que el futuro estaba en sus
manos. Aunque el pasado lo condenara por el abandono inflingido a su familia
debía confiar en ese futuro siempre y cuando sus actos fueran coherentes con el
propósito de modificación.
No era una institución religiosa, ni
política ni dependiente de ningún servicio social. Era una casa vieja, en las afueras
de la ciudad, dirigida por “Oso Panda” y otros ex-homeless ahora “dueños” de su
situación actual de trabajo y solidaridad.
Vió y luego sintió en la práctica como
las personas pueden salir adelante si encuentran un “para qué” vivir. El “cómo”
salir adelante era discutido en las reuniones que todas las tardes tenían lugar
antes de la cena.
Su principal dificultad práctica fue la
bebida. Pero no así su propósito futuro: deseaba ver a su hijo con todas sus
fuerzas.
No era sencillo. La Jueza exigía pruebas
del cambio en sus conductas. Su ex mujer tampoco confiaba en él.
El niño seguía con
sus tratamientos de los que no era informado. Realizó todos los trámites
posibles para enterarse de su estado y poder concertar un encuentro.
Recibió una
comunicación del Juzgado en la que le fijaban una fecha para tal encuentro: 24
de diciembre, a las 10 horas, en la Terminal aérea de su ciudad de residencia.
¿Y el estado de salud de su hijo? Terminal, si no se realizaba un trasplante.
Ahora sí el tiempo
parecía detenido. Esa Navidad no parecía llegar nunca.
Terminal la
enfermedad… Encuentro en la Terminal.
La ambulancia
aparcó junto al avión. Bajaron la camilla con el niño. Lo abrazó en cuanto le
dejaron acercarse. El médico que lo acompañaba le dijo que el verdadero motivo
del traslado era que en esa ciudad se realizaría el trasplante.
No se animaba a
creer en lo que parecía un milagro.
Juntos en la noche
en la que comenzaba una nueva vida. Miró por la ventana de la estación
Terminal, con la nieve cayendo copiosamente afuera.
El médico se
acercó para comunicarle que el Jefe de Servicio de Oncología era optimista
sobre el futuro de su hijo. Y que la Jueza había autorizado a última hora que
lo acompañara hasta el hospital.
¡Buon Natale!
¡Merry Christmas ! ¡Bon Nadal! ¡Feliz
Navidad! escuchaba por toda la Terminal aérea. Odiaba esa palabra: terminal.
Pero en esta Navidad cobraba nuevo sentido. Y en las próximas…
Al alejarse la
ambulancia vió por la ventana la silueta inconfundible de Oso Panda. “Sí a la
vida, a pesar de todo” parecían musitar sus labios…