Hace mucho tiempo
escribí unas notas sin datar. Seguramente las circunstancias urgían a plasmar
en un papel ideas que rondaban mi mente y conectarlas con mi espíritu.
Reencontré las notas en medio de libros en un estante de mi biblioteca.
Seguramente deseaba en ese entonces que no se leyeran inmediatamente. Hago caso
a mis órdenes personales del pasado y no intento fijar el momento exacto de
esta extraña producción. Pero sí retomarla. Primero tal como fue escrita. Luego
ver si merece la pena agregar, modificar o comentar algo al respecto.
Decía yo en ese entonces: En el
camino que pretendo andar siempre encuentro atrancos o piedras que lo
dificultan. Como humano esto me ubica, decididamente, sobre “el agudo borde de
la existencia” como decía Merleau Ponty. Una experiencia vital de la que no
escapa nadie. Ante tantas dificultades, en el momento en que siento que mis
fuerzas flaquean, lo único que tengo para curar las heridas es “el otro”. Ese
“otro” que desde mi aparición en el mundo fue forjando mi personalidad y
aportando experiencias a mi vitalidad.
La
familia y la comunidad fueron los agentes que me enseñaron el valor “del otro”
y a ellos dediqué la donación de una gran parte de mi existencia.
Impulsado por un ideal de vida
comunitaria, continente precioso de todos nuestros aportes a “los otros”,
enfrenté el peligro de una excesiva idealización de esos principios.
Aquel que se identifica demasiado
con un ideal frecuentemente olvida su propia realidad mundana y se convierte en
un ser con conflictos, tal vez enfermo. Esa idealización exige demasiado a
nuestras virtudes. En la sociedad consumista actual algunas de esas virtudes
son objeto de la mofa y el ridículo.
Virtudes y valores mezclan sus
elementos definitorios acercándose a un límite muy endeble que fácilmente
traspasan y se convierten en lo contrario. No son, precisamente, virtudes las
que abren mi corazón. Tal vez las flaquezas o las incapacidades pueden más como
maestras.
Ante esto y aunque resulte un poco
incómoda la palabra “humildad” abre un nuevo camino pues no resiste una
imposición desde afuera.
En el plano de la actuación social
la exigencia de eficiencia, valor y prestigio se contrapone con la decisión
personal de ser “humilde”. Esto no es “humillarse” ni hacerse pequeño ante los
demás. Esto es caer en el mundo, hacerme cargo de mi terrenalidad y con ese
lastre intentar alcanzar una trascendencia que parta de lo personal.
Cito a los griegos en un juego
diletante que, nuevamente, me permito. Ellos distinguían entre “tapeinosis” que
sería una especie de falsa humildad, de envilecimiento y de carencia de valores
de la “tapeinophrosyne” que correspondía a la descripción de la conducta de los
verdaderos pobres, aquellos de actitud de humildad y delicadeza espiritual.
Los latinos, nuestros padres
idiomáticos relacionaron “humildad” con la palabra “humus”, tierra. La
“humilitas” era la reconciliación con nuestro mundo terrenal, con nuestros
impulsos, con nuestros defectos y carencias. En definitiva, con nuestra propia
verdad como seres humanos.
Si tuviéramos la posibilidad de
encontrarnos con nosotros mismo el “grito desde lo profundo” producto de la
experiencia del fracaso nos acercaría mucho más al otro y posiblemente a Dios.
En ese camino de búsqueda me
encuentro. En un momento en el que parece que todo se ha ido de nuestras manos
y lo único que resta es la comprobación del fracaso justo a la hora de
acercarme al punto cero.
No es cuestión de ser fuerte frente
a los poderosos que imponen su criterio sino conocer los propios límites.
Seguiré creyendo que la solidaridad
es el camino. Que juntos podemos ser capaces de mejorar nuestra calidad de
vida. Mi entrega en el trabajo solidario es sincera. No me queda otro camino
que reconocer mi fracaso en la conquista de un logro que no todos están
dispuestos a sostener.
Esta reacción puede parecer,
fácilmente, una situación de depresión interior y de resignación de ideales.
Pero, por el contrario, no dar lugar a este acto de renunciamiento restaría
valor a esa solidaridad y a esa entrega a los otros. Mi vida quedaría demasiado
aburguesada si aceptara las condiciones del sistema. Podría desplegar una vida
automatizada, centrada en el éxito y la obtención de bienes o títulos. Sería
una consecuencia artificial y me colocaría una máscara de la que difícilmente
podría desprenderme.
No hay nada extraño en todo esto.
Cuando se ajusta un programa de vida demasiado idealizado, cuando fallan
instituciones y personas en brindar continencia y afecto no queda otra solución
que la renuncia a todo.
Todavía es posible tomar un camino
diferente, juntar en mis manos los fragmentos de mi vida compartida y formar
con ellos una nueva figura, una nueva forma de participación y una nueva
esperanza. Generalmente se aprende más de los fracasos que de los éxitos. Según
C. G. Jung una vida de éxitos es el peor enemigo de la transformación.
La posible vida espiritual plena
pide otra manera de ser y estar en la comunidad. No oír las quejas y no ver las
dificultades de la comunidad es como no oír ladrar a los perros cuando acecha
el ladrón. Tal como sucede en la oscura noche del ladrón, allí en los problemas
se oculta un tesoro que aún no ha sido detectado. Los perros denuncian al
ladrón y el amo recupera el tesoro.
En nuestra sociedad todo el que se
equivoca trata de ocultarlo o le piden la cabeza sus compañeros para que
abandone. Con ese miedo los dirigentes actúan bloqueados, impulsados a no
cambiar o elegir otro camino por miedo a equivocarse y fracasar. La política
pierde así espíritu creativo. El que busca un objetivo comunitario de
solidaridad debe asumir que puede no acertar en todo. El espíritu de
perfeccionismo y éxito frena los deseos comunes de convivencia fraterna.
Los problemas colectivos o las
catástrofes sociales ordinariamente se silencian porque no proveen una historia
de éxitos. Nadie quiere saber sobre las lacras de su propia comunidad. La
demasiada elevación de ideales en una comunidad incapacita a los individuos
para aceptar sus reales limitaciones y problemas. La manera de comportarse una
comunidad con los enfermos, con los ancianos o con los obreros sin trabajo es
la mejor radiografía para entender sus niveles de autenticidad.
Los débiles traen consigo un mensaje
muy fuerte que sacude a la comunidad exigiendo de ella credibilidad. Las
comunidades que no reconocen este mensaje avanzan en el terreno pantanoso de
los sueños dorados, la dádiva fácil, la demagogia y las bonitas palabras. Los necesitados
exigen realidades. Sus pedidos claman por la verdad y desenmascaran la mentira
oculta en las palabras bonitas de falsas promesas.
El dirigente de una comunidad debe
conocer, si es posible uno por uno, a los que sufren o padecen para poder acompañarlos
en el logro de soluciones reales y no de irrealizables ideales. ¿No es esto lo
que hace el médico con los enfermos?
En una empresa los enfermos se
apartan porque no tienen nada que hacer en el trabajo. Es como si programaran
solamente el éxito de la salud. Si todos sus miembros se enfermaran acabaría la
empresa.
Llegar a considerarlos como un
espejo para los que están sanos sería un signo de identificación en la
comunidad que provocaría una relación más humana y un grado mayor de salud
espiritual.
Esta actitud de renunciamiento es
una reconciliación con los valores humanos y con el propio sentido de vida. No
es un comportamiento impulsivo que brota del carácter ni es un equivalente a
cobardía, temor o falta de agresividad. Es, sencillamente, una expresión de fe
y esperanza en los valores de solidaridad y en la importancia de la cultura.
El camino de la transformación, de
la libertad y de la paz entre los hombres discurre por otros valles, otros
mares, otras latitudes.
Alguien intentó poner una gran
piedra en la rama superior de una palmera para frenarla en su orgullosa
búsqueda de altura. Unos años más tarde comprobó, con sorpresa, que la palmera
maltratada era la más grande y hermosa de todo el valle. El peso de la piedra
la había obligado a hundir más profundo en sus raíces.
Hasta aquí lo escrito en el pasado.
¿Puedo agregar algo más o es más conveniente que los demás opinen? Prefiero
esto último. La opinión de “los otros” daría lugar a una puesta al día de
valores, elecciones, proyectos y responsabilidades.
Dr. José Martínez-Romero Gandos
A Coruña - Galicia - España
21 de junio de 2017
Felicitaciones Jose. Como siempre un maestro....Como sigue...? No me cabe duda que ya está en ese camino hace mucho GRACIAS es un gusto y placer leerlo y sentirse identificado en la esencia...no hay duda un gran Maestro.
ResponderEliminarMuchas gracias. Conceptos inmerecidos. Saludos.
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