Dr. Frankl y Dr. Martínez-Romero en Caracas 1985

miércoles, 21 de junio de 2017

CONSIDERACIONES SOBRE LA BÚSQUEDA DE UN CAMINO QUE CONDUZCA A LA TRANSFORMACIÓN Y A LA ESPERANZA.

          Hace mucho tiempo escribí unas notas sin datar. Seguramente las circunstancias urgían a plasmar en un papel ideas que rondaban mi mente y conectarlas con mi espíritu. Reencontré las notas en medio de libros en un estante de mi biblioteca. Seguramente deseaba en ese entonces que no se leyeran inmediatamente. Hago caso a mis órdenes personales del pasado y no intento fijar el momento exacto de esta extraña producción. Pero sí retomarla. Primero tal como fue escrita. Luego ver si merece la pena agregar, modificar o comentar algo al respecto.
            Decía yo en ese entonces: En el camino que pretendo andar siempre encuentro atrancos o piedras que lo dificultan. Como humano esto me ubica, decididamente, sobre “el agudo borde de la existencia” como decía Merleau Ponty. Una experiencia vital de la que no escapa nadie. Ante tantas dificultades, en el momento en que siento que mis fuerzas flaquean, lo único que tengo para curar las heridas es “el otro”. Ese “otro” que desde mi aparición en el mundo fue forjando mi personalidad y aportando experiencias a mi vitalidad.
            La familia y la comunidad fueron los agentes que me enseñaron el valor “del otro” y a ellos dediqué la donación de una gran parte de mi existencia.
            Impulsado por un ideal de vida comunitaria, continente precioso de todos nuestros aportes a “los otros”, enfrenté el peligro de una excesiva idealización de esos principios.
            Aquel que se identifica demasiado con un ideal frecuentemente olvida su propia realidad mundana y se convierte en un ser con conflictos, tal vez enfermo. Esa idealización exige demasiado a nuestras virtudes. En la sociedad consumista actual algunas de esas virtudes son objeto de la mofa y el ridículo.
            Virtudes y valores mezclan sus elementos definitorios acercándose a un límite muy endeble que fácilmente traspasan y se convierten en lo contrario. No son, precisamente, virtudes las que abren mi corazón. Tal vez las flaquezas o las incapacidades pueden más como maestras.
            Ante esto y aunque resulte un poco incómoda la palabra “humildad” abre un nuevo camino pues no resiste una imposición desde afuera.
            En el plano de la actuación social la exigencia de eficiencia, valor y prestigio se contrapone con la decisión personal de ser “humilde”. Esto no es “humillarse” ni hacerse pequeño ante los demás. Esto es caer en el mundo, hacerme cargo de mi terrenalidad y con ese lastre intentar alcanzar una trascendencia que parta de lo personal.
            Cito a los griegos en un juego diletante que, nuevamente, me permito. Ellos distinguían entre “tapeinosis” que sería una especie de falsa humildad, de envilecimiento y de carencia de valores de la “tapeinophrosyne” que correspondía a la descripción de la conducta de los verdaderos pobres, aquellos de actitud de humildad y delicadeza espiritual.
            Los latinos, nuestros padres idiomáticos relacionaron “humildad” con la palabra “humus”, tierra. La “humilitas” era la reconciliación con nuestro mundo terrenal, con nuestros impulsos, con nuestros defectos y carencias. En definitiva, con nuestra propia verdad como seres humanos.
            Si tuviéramos la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismo el “grito desde lo profundo” producto de la experiencia del fracaso nos acercaría mucho más al otro y posiblemente a Dios.
            En ese camino de búsqueda me encuentro. En un momento en el que parece que todo se ha ido de nuestras manos y lo único que resta es la comprobación del fracaso justo a la hora de acercarme al punto cero.
            No es cuestión de ser fuerte frente a los poderosos que imponen su criterio sino conocer los propios límites.
           Seguiré creyendo que la solidaridad es el camino. Que juntos podemos ser capaces de mejorar nuestra calidad de vida. Mi entrega en el trabajo solidario es sincera. No me queda otro camino que reconocer mi fracaso en la conquista de un logro que no todos están dispuestos a sostener.
            Esta reacción puede parecer, fácilmente, una situación de depresión interior y de resignación de ideales. Pero, por el contrario, no dar lugar a este acto de renunciamiento restaría valor a esa solidaridad y a esa entrega a los otros. Mi vida quedaría demasiado aburguesada si aceptara las condiciones del sistema. Podría desplegar una vida automatizada, centrada en el éxito y la obtención de bienes o títulos. Sería una consecuencia artificial y me colocaría una máscara de la que difícilmente podría desprenderme.
            No hay nada extraño en todo esto. Cuando se ajusta un programa de vida demasiado idealizado, cuando fallan instituciones y personas en brindar continencia y afecto no queda otra solución que la renuncia a todo.
            Todavía es posible tomar un camino diferente, juntar en mis manos los fragmentos de mi vida compartida y formar con ellos una nueva figura, una nueva forma de participación y una nueva esperanza. Generalmente se aprende más de los fracasos que de los éxitos. Según C. G. Jung una vida de éxitos es el peor enemigo de la transformación.
            La posible vida espiritual plena pide otra manera de ser y estar en la comunidad. No oír las quejas y no ver las dificultades de la comunidad es como no oír ladrar a los perros cuando acecha el ladrón. Tal como sucede en la oscura noche del ladrón, allí en los problemas se oculta un tesoro que aún no ha sido detectado. Los perros denuncian al ladrón y el amo recupera el tesoro.
            En nuestra sociedad todo el que se equivoca trata de ocultarlo o le piden la cabeza sus compañeros para que abandone. Con ese miedo los dirigentes actúan bloqueados, impulsados a no cambiar o elegir otro camino por miedo a equivocarse y fracasar. La política pierde así espíritu creativo. El que busca un objetivo comunitario de solidaridad debe asumir que puede no acertar en todo. El espíritu de perfeccionismo y éxito frena los deseos comunes de convivencia fraterna.
            Los problemas colectivos o las catástrofes sociales ordinariamente se silencian porque no proveen una historia de éxitos. Nadie quiere saber sobre las lacras de su propia comunidad. La demasiada elevación de ideales en una comunidad incapacita a los individuos para aceptar sus reales limitaciones y problemas. La manera de comportarse una comunidad con los enfermos, con los ancianos o con los obreros sin trabajo es la mejor radiografía para entender sus niveles de autenticidad.
            Los débiles traen consigo un mensaje muy fuerte que sacude a la comunidad exigiendo de ella credibilidad. Las comunidades que no reconocen este mensaje avanzan en el terreno pantanoso de los sueños dorados, la dádiva fácil, la demagogia y las bonitas palabras. Los necesitados exigen realidades. Sus pedidos claman por la verdad y desenmascaran la mentira oculta en las palabras bonitas de falsas promesas.
            El dirigente de una comunidad debe conocer, si es posible uno por uno, a los que sufren o padecen para poder acompañarlos en el logro de soluciones reales y no de irrealizables ideales. ¿No es esto lo que hace el médico con los enfermos?
            En una empresa los enfermos se apartan porque no tienen nada que hacer en el trabajo. Es como si programaran solamente el éxito de la salud. Si todos sus miembros se enfermaran acabaría la empresa.
            Llegar a considerarlos como un espejo para los que están sanos sería un signo de identificación en la comunidad que provocaría una relación más humana y un grado mayor de salud espiritual.
            Esta actitud de renunciamiento es una reconciliación con los valores humanos y con el propio sentido de vida. No es un comportamiento impulsivo que brota del carácter ni es un equivalente a cobardía, temor o falta de agresividad. Es, sencillamente, una expresión de fe y esperanza en los valores de solidaridad y en la importancia de la cultura.
            El camino de la transformación, de la libertad y de la paz entre los hombres discurre por otros valles, otros mares, otras latitudes.
            Alguien intentó poner una gran piedra en la rama superior de una palmera para frenarla en su orgullosa búsqueda de altura. Unos años más tarde comprobó, con sorpresa, que la palmera maltratada era la más grande y hermosa de todo el valle. El peso de la piedra la había obligado a hundir más profundo en sus raíces.

            Hasta aquí lo escrito en el pasado. ¿Puedo agregar algo más o es más conveniente que los demás opinen? Prefiero esto último. La opinión de “los otros” daría lugar a una puesta al día de valores, elecciones, proyectos y responsabilidades.

Dr. José Martínez-Romero Gandos
A Coruña - Galicia - España
21 de junio de 2017

2 comentarios:

  1. Felicitaciones Jose. Como siempre un maestro....Como sigue...? No me cabe duda que ya está en ese camino hace mucho GRACIAS es un gusto y placer leerlo y sentirse identificado en la esencia...no hay duda un gran Maestro.

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