Dr. Frankl y Dr. Martínez-Romero en Caracas 1985

lunes, 14 de marzo de 2022

Dr. Viktor E. Frankl (en Viena) - TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD - 10 de marzo de 1988

 VERSIÓN EN ESPAÑOL. Publicado en Frankl, V.E. "Llegará un día en el que serás libre. Cartas, textos y discursos inéditos", Editorial Herder, 2019. págs. 229/232. Discurso de Frankl conmemorativo con motivo del quincuagésimo aniversario de la entrada de Hitler en Viena.



Damas y caballeros:
    Espero que me comprendan si, en estos momentos en que nos hemos reunido para recordar, les pido que recordemos a mi padre, caído en el campo de concentración de Terezín, a mi hermano, muerto en el campo de Auschwitz, a mi adre, asesinada en la cámara de gas de Auschwitz, y a mi primera mujer, que perdió su vida en el campo de Bergen-Belsen. A pesar de ello, debo pedirles que no esperen de mí una sola palabra de odio. ¿A quién debería odiar? Solo conozco a las víctimas, no a los verdugos, o al menos no los conozco personalmente, y me niego a condenar a nadie de manera colectiva. No existe la culpa colectiva, y esto no solo lo digo ahora, sino que lo he dicho desde el día que fui liberado del último campo de concentración en que estuve, a pesar de que en aquellos momentos no era muy popular atreverse a hablar abiertamente en contra de esa idea.
    Solo existe la culpa personal, la culpa por algo que uno mismo ha hecho o ha dejado de hacer. No puedo ser culpable de algo que otros han hecho, aunque esos otros sean mis padres o mis abuelos. Y hacer creer a los austriacos que hoy tienen entre uno y cincuenta años que son, por así decirlo, «culpables con carácter retroactivo» es, en mi opinión, un delito y una locura, o, para expresarlo en términos psiquiátricos, sería un delito si no se tratara de un caso de enajenación mental, así como una recaída en la llamada Sippenhaftung1 de los nazis. Asimismo, creo que las víctimas de aquella persecución colectiva deberían ser las primeras en estar de acuerdo conmigo, a menos, claro está, que quieran poner a los jóvenes en manos de los viejos nazis o de los neonazis.
    Volviendo de nuevo a mi liberación del campo de concentración, cuando salí, regresé a Viena con el primer transporte disponible (aunque ilegal): un camión. Entretanto, he viajado sesenta y tres veces a los Estados Unidos, pero siempre he regresado a Austria, y no precisamente porque los austriacos me quieran mucho, sino al contrario, porque yo quiero mucho a Austria y, como se sabe, el amor no siempre es recíproco. Y siempre que estoy en los Estados Unidos me preguntan: «Señor Frankl, ¿por qué no vino usted a nuestro país antes de la guerra? Se habría ahorrado muchas cosas». Y les explico que estuve esperando durante años para conseguir un visado y que, cuando llegó, era ya demasiado tarde, pues fui sencillamente incapaz de abandonar a mis padres a su suerte en mitad de la guerra.     Entonces me preguntan: «¿Pero por qué no vino entonces al menos después de la guerra, con todo lo que los austriacos le habían hecho a usted y a los suyos?». «Pues bien —les digo yo—, en Viena había una baronesa católica que, arriesgando su vida, escondió ilegalmente a una prima mía, salvándole de este modo la vida. Y había también un abogado socialista que, poniendo igualmente en peligro su vida, me hacía llegar alimentos siempre que podía». ¿Saben ustedes quién era? Bruno Pittermann, el mismo que más tarde fue vicecanciller de Austria. Así que ahora yo les pregunto a los estadounidenses por qué no iba a querer regresar a una ciudad en la que había personas como estas.
    Damas y caballeros, me parece escuchar lo que dicen: todo eso está muy bien, pero eran excepciones, excepciones a la regla; por lo general, las personas eran oportunistas —deberían haber opuesto resistencia—.
    Señoras y señores, tienen ustedes razón, pero recuerden: la resistencia requiere heroísmo y, en mi opinión, solo podemos exigirle este heroísmo a una persona: ¡a uno mismo! Y la persona que dice que habría que haberse dejado encerrar antes que llegar a un acuerdo con los nazis, tan solo debería decirlo si antes hubiera demostrado que él mismo prefirió dejarse encerrar en un campo de concentración, y he aquí que aquellos que estuvieron en los campos juzgan a los oportunistas con mucha más benevolencia que aquellos que se encontraban mientras tanto en el extranjero. Por no hablar de la generación de jóvenes, que no pueden ni imaginar de qué modo la gente temía y temblaba por su libertad, por su vida y por su familia, de la que, al fin y al cabo, eran responsables. Y aún debemos admirar más a aquellos que se atrevieron a unirse a la resistencia. Recuerdo a mi amigo Hubert Gsur, que, acusado de desmoralizar al ejército, fue condenado a muerte y ejecutado en la guillotina.
    El nazismo difundió el racismo, pero, en realidad, solo hay dos razas humanas, la «raza» de las personas decentes y la de las indecentes. Y esta «división de razas» se da en todas las naciones y en todos los partidos dentro de cada nación. Incluso en los campos se encontraba uno de vez en cuando a un tipo más o menos decente dentro de las SS, así como también a algún desalmado entre los prisioneros, por no mencionar a los capos. Debemos aceptar que las personas decentes son la minoría, que siempre lo fueron y que, probablemente, lo seguirán siendo. El peligro comienza cuando un sistema político coloca en lo más alto a los indecentes, es decir, a los peores representantes de una nación. Ninguna nación está a salvo de que esto ocurra y, por lo tanto, ¡en toda nación podría darse un holocausto! Esto mismo sugieren también los impactantes resultados de la investigación científica en el campo de los estudios de psicología, que debemos agradecer a un estadounidense, y que pasaron a la historia con el nombre de experimento de Milgram.
    Si queremos saber cuáles son las consecuencias políticas de todo esto, debemos partir del hecho de que básicamente existen solo dos tipos de política, o quizá sería mejor decir dos tipos de políticos: los unos creen que el fin justifica los medios, cualquier medio...
    En cambio, los otros saben muy bien que hay medios capaces de profanar incluso el fin más sagrado. Y es este tipo de político el que creo que, a pesar del ruido del año 1988, es capaz de escuchar la voz de la razón y ver que lo que necesitamos hoy, por no decir lo que necesitamos en este aniversario, es que todos los hombres de buena voluntad se tiendan la mano, más allá de todas las tumbas y más allá de todas las trincheras.
    Gracias por su atención.


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