Cuando avanzamos por el camino de
la existencia siempre encontramos atrancos o piedras que dificultan la marcha.
No siempre recordamos que este camino lleno de piedras nos ubica,
decididamente, en el “agudo borde de la existencia”, como diría Merleau-Ponty.
Este camino es una experiencia de la ningún ser humano puede escapar. Ante
tantas dificultades, cuando las fuerzas parecen flaquear, lo único que puede “curar”
mis heridas y ayudarme a reanudar el camino es “el otro”
Ese
“otro” que desde nuestra aparición en el mundo fue forjando nuestra
personalidad y aportando experiencias a nuestra vitalidad. Nuestro primer
referente de ese “otro” es la familia y la comunidad en la que compartimos con
ellos camino. Esa familia y esa comunidad tienen que ser agentes importantes en
la comprensión del valor del “otro”.
Los
que hemos elegido el servicio al otro a través de una profesión tenemos que
tener muy claro que esa vocación implica “donación”, darse al otro, “donarse”. Para
poder hacerlo debemos contar con una historia familiar y comunitaria de nuestra
infancia en la que los valores constituyan un pilar fundamental.
No
es cuestión de guiarse por una excesiva idealización de esos principios. Si nos
aferramos a ellos sin ejercicio de la libertad individual para realizar un
futuro con proyecto propio correremos el peligro de olvidar esos principios
rectores constituidos como motores y convertirnos en seres conflictuados,
carentes de sentido o frustrados.
No
olvidar que virtudes y valores son elementos definitorios de nuestra
personalidad pero que poseen un límite muy endeble que puede ser traspasado fácilmente
para convertirse en algo contrario: egoísmo, dependencia del consumo,
agresiones o adicciones. Recordar, asimismo, que esas flaquezas o incapacidades
pueden actuar como “maestras” para una apertura al cambio y regreso a los
valores fundamentales.
En
el plano de la actuación social la exigencia de eficiencia, importancia o
prestigio se contrapone con la decisión personal de ser “humilde”. Esto no es
“humillarme” ni hacerme pequeño ante los demás. Esto es caer en el mundo,
hacerme cargo de mi terrenalidad y con ese lastre intentar alcanzar una
trascendencia que parta de lo personal.
Citar
a los griegos es un juego diletante que no siempre cae bien. Ellos distinguían
entre “tapeinosis” (que sería una especie de falsa humildad) de envilecimiento
y de carencia de valores de la “tapeinophrosyne”, referencia a la capacidad de
tener una opinión humilde de sí mismo, un sentido profundo de la pequeñez de
nuestro ser.
Si
en ese camino nos encontramos con una gran piedra que nos detiene, que nos hace
sentir el fracaso de seguir en el camino, es justo la hora de acercarnos al “punto
cero” y recomenzar nuevamente el camino por otros senderos. Tratemos en ese
nuevo camino que comenzamos con debilidades post traumáticas buscar la
solidaridad. Juntos es posible mejorar las posibilidades de logros en el camino
cuyo final todos conocemos.
Esta
sugerencia que formulamos tiene el propósito de ayudar a quitarse la máscara
que nos colocamos en el momento de enfrentar dificultades para disimular
depresiones o fracasos. Con esa máscara es posible que desarrollemos una vida
automatizada, centrada en el éxito y en la obtención de bienes y títulos. Una
apariencia artificial que dificultaría enormemente el poder quitarse la máscara
y renovar la búsqueda de la autenticidad.
Si
hubo heridas, fracturas o dolores aún es posible tomar un camino diferente,
juntando los fragmentos de vida compartida anterior y formar con ellos una
nueva figura, una nueva forma de participación basada en una nueva esperanza de
vida. Generalmente se aprende más de los fracasos que de los éxitos. Según C.G.
Jung una vida de éxitos es el peor enemigo de la transformación.
La
posible vida espiritual plena pide otra manera de ser y de estar en la
comunidad. No escuchar las quejas y no ver las dificultades de la comunidad es
como no escuchar ladrar a los perros cuando acecha el ladrón. Tal como sucede
en la oscura noche del ladrón, allí en los problemas se oculta un tesoro que
aún no ha sido detectado. Los perros denuncian al ladrón y el amo recupera el
tesoro.
En
nuestra sociedad todo el que se equivoca trata de ocultarlo. El que busca un
objetivo comunitario de solidaridad debe asumir que puede no acertar en todo.
El espíritu de perfeccionismo y éxito frena los deseos comunes de convivencia
fraterna.
Los
problemas colectivos o las catástrofes sociales ordinariamente se silencian
porque no proveen una historia de éxitos. Nadie quiere saber cuáles son las
lacras en su propia comunidad. O cuáles sus fracasos.
La
demasiada elevación de ideales en una comunidad incapacita a los individuos para
aceptar sus reales limitaciones y problemas. La manera de comportarse en una
comunidad con los enfermos, con los ancianos y con los obreros sin trabajo es
la mejor radiografía para entender sus niveles de autenticidad.
Los
débiles traen consigo un mensaje muy fuerte que sacude a la comunidad exigiendo
de ella credibilidad. Las comunidades que no reconocen este mensaje avanzan en
el terreno pantanoso de los sueños dorados, la dádiva fácil, la demagogia y las
bonitas palabras huecas de contenido.
Los
necesitados exigen realidades. Sus pedidos claman por la verdad y desenmascaran
las mentiras ocultas en las palabras bonitas de falsas promesas. El dirigente de una comunidad debe conocer, si
es posible uno por uno, a los que sufren o padecen para poder acompañarlos en
el logro de soluciones reales y no en el camino de irrealizables ideales. ¿No
es esto lo que hace el médico con los enfermos?
En
una empresa los enfermos se apartan porque no tienen nada que hacer en el
trabajo. Es como si se programara solamente el éxito de la salud. Si todos sus
miembros se enfermaran al unísono se acabaría la empresa. Llegar a
considerarlos como un espejo para los que están sanos sería un signo de
identificación en la comunidad que provocaría una relación más humana y un
grado mayor de salud espiritual.
Esta
actitud de servicio, de solidaridad, de renunciamiento es una reconciliación
con los valores humanos y con el propio sentido de vida. No es un
comportamiento compulsivo que brota del carácter ni es un equivalente a
cobardía, temor o falta de agresividad. Es, sencillamente, una expresión de fe
y esperanza en los valores de solidaridad y en la importancia de la cultura.
El
camino de la transformación, de la libertad y de la paz entre los hombres
discurre por otros valles, otros mares, otras latitudes.
Alguien
intentó poner una gran piedra en la rama superior de una palmera para frenar a
ésta en su orgullosa búsqueda de altura. Unos años más tarde comprobó, con
sorpresa, que la palmera maltratada era la más grande y hermosa de todo el
valle. El peso de la piedra la había obligado a hundir más profundo sus raíces.
Así
nosotros también debemos profundizar en el “humus” (raíz latina de humildad) de
nuestra cultura, de nuestra gente para animarnos a rasgar el corsé asfixiante
que nos ha colocado una sociedad consumista, egoísta e insolidaria y rechazar
el esquema instaurado de limitaciones del ejercicio de nuestra libertad.
“Con toda humildad [ταπεινοφροσύνης -
tapeinophrosynēs] y mansedumbre, con paciencia, soportando los unos a los otros
en amor. (Efesios 4:2)”
Dr. José Martínez-Romero Gandos
A Coruña - Galicia - España
jmrsentido@gmail.com
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