Dr. Frankl y Dr. Martínez-Romero en Caracas 1985

lunes, 23 de diciembre de 2019

NAVIDAD EN LA TERMINAL. Un cuento del Dr. José Martínez-Romero Gandos





    Nunca pensó que esa palabra le taladraría su cerebro como una afilada espada: TERMINAL.
Tenía la esperanza que su hijo llegara a esa terminal de la mano de una azafata, protectora de sus hermosos y rubios diez años. Un período demasiado largo para estar solo. De repente sintió la sirena de la ambulancia.
Lo venían a buscar. Hizo todo lo posible para aferrarse a la idea que sería posible encontrarse con él a solas y aclarar, definitivamente, los alcances de la sentencia dictada por la Jueza: solamente en la terminal.
No era buena época para un traslado en esas condiciones. En la Navidad cualquier terminal se transforma, rápidamente, en una noticia en el periódico. Demasiada gente se mueve de un sitio para otro con la esperanza de que todo llegue a tiempo y celebrar con alegría el fin de un complicado itinerario en busca de la felicidad.
Podría haber planeado las cosas de otro modo. Discutir la sentencia. Apelar a la instancia superior. No tenía fuerzas. No era tiempo de reproches, se decía, a pesar que su familia y amigos opinaban lo mismo que la Magistrada. Era tiempo de poner en marcha todos los recursos, escasos recursos, con los que contaba para calmar a los que aún dudaban de su capacidad para superar el trance.
Todos opinaron que lo mejor era tener confianza en el proceso iniciado y aspirar a pasar una Navidad sin sobresaltos.
Confió en ellos y se arrojó en los brazos de la Esperanza. No sabía si podría hacer lo mismo con su hijo.
Su matrimonio había durado 10 años. En los primeros tiempos el amor era intenso. Fruto de ese amor nació su esperado hijo. Sus primeros cinco años transcurrieron en una familia feliz, llena de cariño y caricias para él.
Las cosas no siguieron así hasta estos días. Perdió su trabajo, tuvo tiempo libre y se reencontró con amigos. No todos habían alcanzado la madurez necesaria como para aconsejarle convenientemente. Contrariamente a lo que esperaba lo acercaron al mundo del juego, de la bebida y de las mujeres.
Su mente se fue obnubilando y su cuerpo recibió el golpe esperado según tales conductas.
Casi no volvía por su hogar. Su hijo reclamaba, inútilmente, los juegos que otrora realizaban juntos en el parque o en el salón de su casa.
¿Y su mujer? Callaba.
Aquella noche de tormenta, lluvia y rayos iluminando el cielo regresó a casa borracho y sucio a consecuencia de una caida en un charco de agua.
Su mujer cuidaba al niño en su habitación controlando su fiebre, alta y riesgosa para la vida. Necesitaba que los llevara en su coche al centro médico. No estaba en condiciones para conducir. Llamaron a una ambulancia que tardó interminables minutos hasta llegar a la casa. Las convulsiones del niño urgían su asistencia y el sonar de la sirena calmó, en parte, la ansiedad y angustia del momento.
El niño fue ingresado en la sala de terapia intensiva y los médicos se hicieron cargo de su cuidado durante los próximos diez días.
Todo ese tiempo fue necesario para investigar las causas originarias de los transtornos padecidos por su hijo.
No estuvo a la altura de las circunstancias acompañando a su mujer en la espera angustiosa de noticias o dándole cariño a su hijo en los pocos momentos en los que era permitida la visita.
La Esperanza voló en los próximos meses sobre la familia acercando su fuerza y consuelo.
Por las mañanas tomaba la forma que le imprimían los médicos, eficaces colaboradores en la tarea de afianzar esa Esperanza en la forma de una solución para los problemas graves que se desarrollaban en el cuerpecito del niño.
 Por las tardes se convertía en la gentil Psicóloga que se acercaba a conversar tanto con el niño como con todo aquel que lo acompañara.
No supo escuchar, ni sentir, ni hablar lo que era conveniente e imprescindible para el futuro. Intentó justificarse con el tiempo invertido en la búsqueda de trabajo. Pero nadie le creyó. Fundamentalmente porque no encontró tal trabajo y se alejó de la ciudad demasiado tiempo.
Tanto que mucho tiempo después encontró en el buzón de su casa un sobre que contenía la declaración judicial de su divorcio, el otorgamiento de la custodia del hijo a la madre y una orden de alejamiento de ambos por dos años.
Cayó en una crisis profunda. Nunca imaginó que su conducta lo llevaría a pasar por esa situación. Ciertamente, la compañera de esos días era la bebida.
Otra fuerte tormenta lo dejó tendido en la calle en medio de la lluvia. Esta vez no había casa ni mujer ni hijo que lo aguardara. Se dejó estar.
Sintió dos manos fuertes que lo arrastraban hasta un vehículo. No supo darse cuenta de lo que sucedía. Cuando despertó estaba en una cama limpia, con ropa seca y frente a la sonrisa de un hombre maduro que portaba una gran cicatriz en su rostro.
No hablaron durante un largo rato. Finalmente, el hombre dijo: “La vida vale la pena vivirla, aún en las peores circunstancias”. Y se alejó, cerrando la puerta de la habitación.
Volvió a la hora de cenar con un suculento potaje de lentejas y un vaso de zumo de naranja. Preguntó por su situación en esa estancia y recibió información acerca del tiempo transcurrido desde su rescate en la calle, la calidad de la institución en la que compartía casa con otros “homeless” y los derechos y obligaciones de su permanencia en la misma.
“Oso Panda” (que así se hacía llamar su huésped) le fue haciendo comprender, en sucesivas conversaciones, que nadie podía ocupar su lugar en el mundo, que era libre para irse cuando lo desease pero que debía responsabilizarse por tal decisión ya que allí todos estaban dispuestos a ayudarlo.
Comprendió que el futuro estaba en sus manos. Aunque el pasado lo condenara por el abandono inflingido a su familia debía confiar en ese futuro siempre y cuando sus actos fueran coherentes con el propósito de modificación.
No era una institución religiosa, ni política ni dependiente de ningún servicio social. Era una casa vieja, en las afueras de la ciudad, dirigida por “Oso Panda” y otros ex-homeless ahora “dueños” de su situación actual de trabajo y solidaridad.
Vió y luego sintió en la práctica como las personas pueden salir adelante si encuentran un “para qué” vivir. El “cómo” salir adelante era discutido en las reuniones que todas las tardes tenían lugar antes de la cena.
Su principal dificultad práctica fue la bebida. Pero no así su propósito futuro: deseaba ver a su hijo con todas sus fuerzas.
No era sencillo. La Jueza exigía pruebas del cambio en sus conductas. Su ex mujer tampoco confiaba en él.
El niño seguía con sus tratamientos de los que no era informado. Realizó todos los trámites posibles para enterarse de su estado y poder concertar un encuentro.
Recibió una comunicación del Juzgado en la que le fijaban una fecha para tal encuentro: 24 de diciembre, a las 10 horas, en la Terminal aérea de su ciudad de residencia. ¿Y el estado de salud de su hijo? Terminal, si no se realizaba un trasplante.
Ahora sí el tiempo parecía detenido. Esa Navidad no parecía llegar nunca.
Terminal la enfermedad… Encuentro en la Terminal.
La ambulancia aparcó junto al avión. Bajaron la camilla con el niño. Lo abrazó en cuanto le dejaron acercarse. El médico que lo acompañaba le dijo que el verdadero motivo del traslado era que en esa ciudad se realizaría el trasplante.
No se animaba a creer en lo que parecía un milagro.
Juntos en la noche en la que comenzaba una nueva vida. Miró por la ventana de la estación Terminal, con la nieve cayendo copiosamente afuera.
El médico se acercó para comunicarle que el Jefe de Servicio de Oncología era optimista sobre el futuro de su hijo. Y que la Jueza había autorizado a última hora que lo acompañara hasta el hospital.
¡Buon Natale!  ¡Merry Christmas ! ¡Bon Nadal! ¡Feliz Navidad! escuchaba por toda la Terminal aérea. Odiaba esa palabra: terminal. Pero en esta Navidad cobraba nuevo sentido. Y en las próximas…
Al alejarse la ambulancia vió por la ventana la silueta inconfundible de Oso Panda. “Sí a la vida, a pesar de todo” parecían musitar sus labios…